Patrimonio del alma

Artículo de Opinión aparecido en el Diario Información (edición digital), el día 9 de enero de 2009

(enlace a la noticia original)

Invierno, día festivo de mañanita. Los perros se echan fuera de la casa ladrando al oír ruido. En el costado de la sierra, junto al camino castigado por derrumbes de rocas que lleva a la cantera ilegal parada, un grupo colorista pedalea con sus bicis de montaña entre pinillos jóvenes, palmitos de esmeralda y matas de tomillo. Uno resbala y cae al suelo gritando ¡iiepa!, y por toda la ladera rebota el eco, ¡epaÉ epaÉ! Varios metros más arriba, haciendo equilibrios entre los escarpes de las escorrentías, un rebaño de cabras ramonea la maleza, abortando posibles incendios con su espontánea siega de yerbajos secos.

Una corona compacta de niebla embebe la cumbre de la sierra mimetizándola con el cielo de algodón: «la Fontcalent con sombrero, lluvia en El Rebolledo», dicen por aquí. De la chimenea de enfrente brota un hilillo tenue de humo que se diluye en la blandura de la mañana. En el almendro grande una abubilla sacude el rocío de sus alas y despliega la cresta altiva, desperezándose. Cuatro tórtolas mayestáticas se alinean inmóviles sobre los cables del tendido eléctrico. Mil pajarillos se arrancan de pronto a piar, como si se hubieran puesto de acuerdo para recibir el día con una sinfonía perfecta. Los gatos de la vecina, con movimientos calmos, se congregan para beber en el cubo repleto del brocal del pozo. Por el barranco cruza en zig zag la flecha parda de un conejo.

En el frontal del porche el jazminero se viene abajo, todavía, de flores. Las rosas muertas del otoño han devenido docenas de botones de rojo suntuoso. Las mimosas, cubiertas de mínimas bolitas en agraz, anuncian una eclosión de oros. Los almendros acarician la mañana con la seda de sus flores oculta en los capullos prietos. La humedad me provoca escalofríos y entro a prender el fuego en la chimenea de la cocina, con unas patas rotas de silla vieja que todo el verano han estado al raso, para que el sol y la luna les comieran el barniz y pudieran arder limpiamente al llegar el invierno.

Como es fiesta, los habitantes del entorno rural nos dedicamos sin prisa a las labores propias de esta forma de vida. Uno se sube a una escalera para podar las ramas del árbol que le sombrea la casa en agosto. Otro se sienta en una silleta y empieza a desnudar de su primera costra, ya acartonada, la almendra recogida. Otro varea una olivera centenaria, a la que le ha dejado negrear en rama el fruto para aliñarlo con cebolla, pimentón, orégano y aceite. Otro fumiga con la machina sus pinos para traspasar las bolsas de procesionaria que este año, por las lluvias, han proliferado mucho.

En dirección a la planta de compostaje vuelan apretados bandos de gaviotas gandulas que han cambiado su dieta de peces por otra, más cómoda, de mierda. Al atardecer, de regreso a la costa con los buches repletos, romperán el orden militar de sus escuadrones espantadas por el planeo del gavilán de ojos agudos y garras certeras, y a veces por la sombra de la reina del viento, que se arrima hasta aquí desde su feudo de la Sierra del Águila. Croan, aunque sea invierno, las ranas de la balsa. Las culebrillas que con el calor se atreven a reptar hasta el porche buscando sombra se han replegado a hibernar en la espesura del diente de león que cubre el suelo, alfombrando las falsas pimientas que valsean en la brisa sus racimos colgantes de rubíes.

Dentro de muchas horas, cuando caiga la noche, se oirá lejano el gañido de la zorra, el sisear de la lechuza, el ulular del búho, el aullido de un perro que convoca a todos los perros del contorno para entonar un tristísimo canto de ancestros lobunos. Dentro de muchas horas, la oscuridad instaurará un silencio de paz y de equilibrio. Si el cielo ha roto en lluvia a lo largo del día, de la tierra mojada brotará a borbotones un poderoso olor a hembra preñada. Si las nubes han desaparecido, por detrás de la cumbre de la sierra irá asomando con lentitud el resplandor helado de la luna, y en el cielo reventará un estallido de estrellas brillantísimas, centinelas de la eternidad pregonando la estupidez del hombre, que se cree ombligo del mundo siendo una mota perdida entre galaxias que le precedieron durante millones de años, y que durante millones de años le sobrevivirán.

Invierno. Día festivo. Sierra de Fontcalent. Ésa a la que cualquier alicantino ha subido cien veces en día de mona, o en una excursión de colegio, o de la mano de su padre ya muerto, o a besar a su primera novia, o a escalar las rocas, o a recoger de amanecida las flores moradas del cantueso. Ésa a la que queremos salvar de la depredación, de la especulación, de los intereses privados, de la destrucción total a la que el nuevo PGOU la condena. Porque la Fontcalent, tan agredida ya que su supervivencia es dolor de agonía, es, también, el único pulmón que nos queda en Alicante. Y es patrimonio del alma de todos los alicantinos. Y por eso pasado mañana, domingo día 11, a las 11, nos vamos a congregar frente al Ayuntamiento: para pedir piedad. Para pedir que no nos arranquen la poca alma que todavía nos queda. Porque sin alma hay quien vive y muy bien, a la vista está; pero ¿saben?, piensa una que ésa no es una forma buena de vivir.

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